lunes, 13 de abril de 2009

SUJETADA POR EL TALLE









HA MUERTO Corín Tellado, en su Gijón natal, a los 82 años y deja cuatro mil novelas rosas. La Agatha Christie española, el autor más leído en castellano, dicen, después de Cervantes. Por lo visto una mujer de armas tomar, divorciada, independiente, que crió a sus hijos ella sola, dictando sin parar historias de amor con adjetivos rebuscados, donde las pasiones eran fogosas y las almas recias. Pero para mí siempre será ese nombre exótico destacado en las cubiertas chillonas, con un coral en la esquina, de esas novelitas en rústica de papel amarillento que mi abuela alquilaba -qué tiempos aquellos- y devoraba con la misma rapidez con que Corín debía imaginarlas. Una al día. Y era yo quien se las cambiaba en la tienda de tebeos de Elena, en la calle Pajaritos, cerca de nuestra casa en Málaga, a la que se accedía por unas escaleras pintadas de blanco, de escalones que entonces me parecían enormes. Mi abuela se llamaba María y, para que yo no le trajera una que ya había leído, las marcaba escribiendo a lápiz una M mayúscula, con rabillo de caligrafía antigua, en el ángulo superior derecho de la primera página. Por el camino yo examinaba las portadas, siempre con parejas vestidas de domingo, que se parecían poco a las que yo conocía, siempre en diverso estado de acercamiento corporal. Algunas a punto de darse un beso que nunca acababa de llegar. A veces las hojeaba, buscando algún párrafo subido de tono, donde poder imaginar el sexo que para mi corta edad era un misterio. Así aprendí que para besar a una mujer había que sujetarla primero por el talle, que los ojos hablaban sin palabras, que la unión de unos labios con otros desencadenaba temblores y aceleraba el pulso... Física y química que no enseñaban en la escuela. Alguna escena más atrevida, con añadidos y reajustes de mi imaginación, incluso contribuyó -parece hoy mentira- a algunos desahogos solitarios. Mi pobre abuela nunca pudo imaginarlo, pero seguramente Corín lo aprobaría. No sé cómo escribía Corín Tellado, ni siquiera si merece el nombre de escritora. Sé que ella distrajo a diario la vejez de mi abuela y le enseñó a leer bien, aunque sin dejar nunca de mover los labios, ayudada por unas gafas que limpiaba con los dedos. Y sé que yo con ella descubrí que la cintura tenía otro nombre.

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