viernes, 16 de marzo de 2007

EL SAPO DE LA PRINCESA


CASI UN CUENTO
Esto que sí, es casi un cuento, lo escribí para la revista escolar AKAKILOKO. Lo publico aquí ahora porque, como las fábulas antiguas, tiene una moraleja que, al contrario que la mayoría de las clásicas, me gusta, claro.


EN UN PAÍS NO TAN LEJANO, no ha mucho tiempo vivía una princesa muy bella, pero también bastante caprichosa, como casi todas las princesas, y muy espabilada –esto algo más raro-, que el día que comienza nuestra historia se llamaba Roberta. Porque veréis, a nuestra princesa al nacer le habían puesto 27 rimbombantes nombres, uno por cada letra del abecedario. O sea Augusta Bonifacia Calíope Desideria Euterpe Filomena Genara Horacia Isaura Jacinta Kodaira Leda Mauricia Norma Ñoña Olimpia Polimnia Quiliana Roberta Salma Terencia Urraca Valentina Winona Ximena Yerissa Zenobia. Y claro, comprenderéis que era imposible decir su nombre completo sin ahogarse. Por lo que cada mañana, nada más cantar el gallo, se elegía consecutivamente uno como nombre del día. Y es el caso que esta mañana de abril le tocaba llamarse Roberta. Paseando iba alrededor del estanque del jardín de palacio -los tibios rayos del sol caldeando sus sonrosadas mejillas-, cuando de pronto algo gordo y oscuro saltó delante de ella.

- “Ah –exclamó sorprendida, pero con la moderación que demandaba la sangre azul-, ¿qué es esto? ¿Quién osa perturbar en tan abrupto y descortés modo mi cotidiano paseo matutino?” Hablar de manera rebuscada y anacrónica era para ella signo de condición aristocrática.

-“Croac, croac, croac..” –fue la única respuesta.

Y repuesta ya del susto, Roberta se acercó a la orilla del estanque, de donde provenía el ruido, y descubrió entre los juncos a un espléndido y orondo sapo. Asentado en sus patas traseras, la cabeza erguida y mirándola con ojos translúcidos, aquel era un batracio singular.

No se trata de un vulgar sapo, concluyó enseguida la princesa. La altivez de su porte, la inteligencia de su mirada, su inquisitivo croar… No, no es un sapo cualquiera, claro está, sino, ¿qué duda cabe?... ¡un príncipe encantado!

Roberta lo había leído en muchos cuentos. Las brujas tenían la manía de convertir a príncipes apuestos en repugnantes sapos, que se veían así condenados a llevar una vida arrastrada hasta que el maleficio no fuera roto por el beso de una hermosa doncella, preferiblemente princesa como ella.

Muy excitada por haber encontrado a su propio príncipe, Roberta cogió el sapo, que no opuso resistencia, y lo guardó con cuidado en su bolsillo derecho, para que al volver al palacio nadie lo viera. Quería mantener en secreto su hallazgo. Así que subió a su alcoba y escondió al animal en un cofre, donde colocó agua y pan, mientras iba a la biblioteca real a averiguar qué comían los sapos. Allí se dirigía cuando se encontró con el Rey Leopoldo, un monarca benévolo y viudo, que había consentido a la princesa como la niña de sus ojos.

-Quiliana… -empezó a decir el Rey nerviosamente.
-Roberta, papá, hoy soy Roberta.
-Ay, sí hija, Roberta… Pero es que tengo una gran noticia. El Rey de Quelatatía nos envía a su hijo, el príncipe Lisandro, para que lo conozcas. Es hora de ir pensando en casarte. Has cumplido los 22 años, yo soy muy anciano y el Reino necesita asegurar la sucesión.

Al día siguiente se organizó un espectacular recibimiento, con todo el pueblo agitando banderitas y un desfile de mil guardias a caballo, además de un gran baile en palacio, al que se invitó a la aristocracia más rancia. El príncipe Lisandro era gallardo y no mal parecido, aunque un pelín vanidoso. Pero Salma –éste era su nombre del día- no cesaba de pensar en el sapo, que imaginaba el joven más bello del mundo, víctima de un cruel encantamiento. Aquella noche, terminados los festejos y a solas en su habitación, lo sacó del cofre y sosteniéndolo en su mano, clavó sus hermosos ojos azules en los verdes translúcidos del sapo. Luego los cerró y estampó un sonoro beso en la rasposa cabeza del animal. Pero no ocurrió nada. La princesa pensó entonces que el beso debía ser más en regla y cerrando de nuevo los ojos, y sobreponiéndose a una natural repugnancia, acercó su boca a la del sapo. Pero con el mismo decepcionante resultado.

Pasaron los días y se sucedieron los nombres. Hoy Zenobia no ha comido, se le ve cada vez más delgada y sumida en una honda melancolía. Aunque convocó a los mejores naturalistas del reino, no ha conseguido aprender el lenguaje de los sapos. O Aurelio, que es como ha bautizado provisionalmente a su príncipe encantado, tampoco lo conoce bien y simplemente se dedica a lamentarse con ese croar sin sentido. De nada han valido los doloridos ruegos de su padre, ni las estrictas admoniciones del primer ministro –ignorantes ambos de la existencia del sapo- para que se comporte con la responsabilidad propia de su estirpe. Las princesas no han nacido para ser felices, le aseguran, ni para comer perdices. Eso es un cuento. Las princesas tienen la obligación de casarse con el príncipe apropiado y asegurar con hijos la continuidad dinástica. El Parlamento aprobó una moción conminando a Su Alteza a elegir marido. Pero la princesa, que como sabemos no era nada tonta, encontró la forma para demorar su decisión indefinidamente.

Proclamó solemnemente que sólo se casaría con quien dijera por orden y sin respirar todos sus nombres. Muchos lo intentaron, pero ninguno consiguió pasar de Valentina, y varios necesitaron asistencia médica por falta de oxígeno. Pasaba el tiempo y la princesa, cada vez más delgada y pálida, era ya una sombra de su antiguo esplendor. Por la noche, en la cama, lloraba abrazando al sapo contra su sobrecogido pecho. Cuando le miraba veía en sus verdes ojos toda la pasión del tierno amante que, ella sabía, estaba atrapado en aquel cuerpo de anfibio, que ya no le repelía. Ya no percibía la rugosidad de su piel ni la viscosidad de su lengua; sólo sus ojos, esos ojos translúcidos donde veía amor y bondad infinitos. Y ya no le hablaba con la pomposidad real de antaño. Sólo le repetía dulces palabras de cariño, mientras le acariciaba la cabeza con sus delicados dedos, ahora tan delgados que habían perdido todos sus anillos.

Cuando cantó el gallo y de nuevo le tocó llamarse Roberta, como el día de su hallazgo, se encontró tan debil que apenas pudo levantarse. Sentada en la cama, miró al sapo, su Aurelio, y sintió miedo. Había descubierto que se puede morir de amor y la vida se le escapaba. Entonces agachó la cabeza y lloró, lloró desconsoladamente. “Si él no puede recuperar su libertad –murmuraba entre sollozos-, ¿por qué no puedo yo al menos ser como él? ¿No hay nadie que se apiade de mi desdicha? Si él no puede subir hasta mí, ¿por qué no puedo bajar yo hasta él?” Y lloró y lloró, como nunca lo había hecho, con una pena profunda que no cabía en aquel palacio inmenso y debió llegar a alguna bruja, ablandándole el corazón. Porque, sin saberse cómo, cuando la sirvienta acudió a ayudarle a vestirse sólo encontró su camisón de dormir tirado en el suelo. Ni rastro de la princesa, que todos imaginaron había sido secuestrada.

Se creó una gran alarma en el reino, se prometieron recompensas por cualquier pista del paradero de la princesa, pero toda búsqueda fue inútil, pasó el tiempo y el Rey Leopoldo murió, dejando un trono vacío, sin heredero. Cuentan que el Parlamento proclamó rey a un príncipe extranjero. Pero nada de esto supieron dos sapos que vivían dichosos en un recóndito rincón del enorme jardín del palacio. Allí saltan y croan. Y de vez en cuando se miran a los ojos, verdes unos y azules los otros, y juntan sus bocas. Son felices comiendo insectos y nada temen. Bueno, ella sí, y por eso nunca se aventura a abandonar su escondido paraíso a la luz del dia. Ella tiene miedo a que alguna persona con muchos cuentos leídos la encuentre, la coja y la bese.

martes, 13 de marzo de 2007

CAMINAR SOBRE LAS AGUAS (Israel, 2004)





En una de las escenas más hermosamente cargadas de intención simbólica de la última película del director israelí Eytan Fox, Axel (Knut Berger), un joven alemán de visita en Israel, intenta andar sobre el mar de Galilea, mientras un atónito Eyal (Lior Ashkenazi), su atractivo guía turístico judío, le advierte sarcásticamente que le han mentido, que no se puede caminar sobre las aguas. Aunque sólo consigue un remojón, Axel insiste en que por supuesto es posible, simplemente hay que descargarse previamente de toda la negatividad interior. La crónica de este proceso de liberación de Eyal -en realidad, un frío superagente del Mossad, experto en asesinar terroristas con inyecciones letales- es el núcleo central de una película que consagra como cineasta maduro a la joven promesa de Yossi&Yagger.

Producto más del corazón que de la cabeza, Caminar sobre las aguas es una bella parábola, sabiamente desarrollada, que reflexiona sobre la inutilidad de la venganza y su principal efecto colateral, la deshumanización del verdugo, con infinitamente más imaginación y eficiencia narrativa que la celebrada, y veinte veces más costosa, Munich de Spielberg. Eyal no puede llorar, según el médico por un problema de los conductos lacrimales. Pero sabemos que la verdad emocional es más inquietante. Tras años de matar por razones de Estado, su alma se ha secado. Su notable atractivo físico esconde una despiadada máquina sin sentimientos que “mata todo lo que toca”, como le escribe en una nota de despedida Iris, su mujer, cuya presencia mantiene sobrecogido a Eyal en atormentada memoria. Es esta una de esas historias que se quedan contigo, que pasan a formar parte de tu experiencia vital y en cierta medida te hacen crecer como persona.

Una película prácticamente perfecta que no recibió toda la atención que merecía en su estreno hace un par de años. Menos mal que existe el DVD (editado en España por Cameo, una compañía ejemplar, indudablemente constituída por amantes del cine, y con un creciente catálago de espléndidas películas).