lunes, 26 de julio de 2010

Domingo en el Real: E vo gridando oé, oé, oé


Antes -para descartar malas uvas- las proclamaciones de rigor. He sido toda mi vida operística un rendido fan de Plácido Domingo. Su Celeste Aida -todavía recuerdo con cuánta emoción, al final de mi adolescencia- me enganchó para este arte irracional en el que se ama y se muere cantando. Luego en el Covent Garden de Londres, pero también en Nueva York, Los Ángeles y Madrid, reforcé mi adicción con algunas de sus interpretaciones más emblemáticas: Trovatore, Cuentos de Hoffman, Bohème, Andrea Chenier, Fanciulla del West, Tosca, Carmen... y, particularmente, su conmovedor Otello, bajo la dirección de un iluminado Carlos Kleiber, en una representación memorable -qué noche la de aquel día- para la que hice cola en un enero nevado durante más de siete horas. Tengo prácticamente todas sus grabaciones de audio y vídeo y disfruto regularmente con ellas más que con las de cualquier otro tenor vivo o reciente.

Aún hoy, con algunos años más de los 69 confesados, Domingo conserva un timbre bellísimo, notas resonantes y fraseo impecable, además de ser un músico de gran sensibilidad y un artista de rara penetración dramática. Que haya querido que su último nuevo papel fuera para barítono puede interpretarse como un capricho de la edad, pero sin duda debió atraerle la grandeza moral del personaje de Simon Boccanegra, un lider pacifista salido del pueblo que muere soñando una patria fraternalmente unida. Prueba del poder de su nombre es que lo haya cantado en los últimos meses, con general aclamación, en Milán, Berlín, Nueva York y Londres, antes de hacerlo durante tres funciones en Madrid. Yo acudí con interés a la segunda y no puedo decir que saliera defraudado. Sin embargo, algo no acabó de funcionar.

Me resulta difícil señalar exactamente el problema. Desde luego Inva Mula (que sustituyó a una oficialmente enferma Angela Gheorghiu), tenía las notas, además de 30 cm de tacón, y las cantó con sensibilidad, pero la suya es una de esas voces eficientes que se olvidan apenas escuchada. Más desigual resultó la aportación de Marcello Giordani, un tenor de notas inseguras, a ratos chirriantes, junto a frases de resplandeciente belleza. Ferruccio Furlanetto exhibió una voz magnífica y su escena en el último acto con Domingo (los dos enfrentados y separados por la fría escenografía de Michael Scott) fue el punto álgido de toda la noche, cuando la emoción palpitó a flor de piel.

Y aquí puede que esté la raíz de mi insatisfacción. Recuerdo todas las óperas de Domingo con mi pulso acelerado, una alteración física que, para mí, marca esas raras noches de ópera en las que música, canto y drama se combinan milagrosamente para elevarme por momentos a otro plano. Esta noche tuvo demasiados tramos de rutina, de mi espalda retrepada contra el respaldo de la butaca. No quiero decir que Domingo no pusiera toda la carne en el asador, pero quizás no tenía suficiente carne. Eché a faltar esa energía, esa frisson que puntuaron consistentemente todas las representaciones con Domingo. ¿Puede que los años -los suyos y los míos- hayan reducido los grados de excitación? Quiero pensar que no. Tampoco ayudó que el timbre de su voz, obviamente de tenor, pareciera a veces amordazado, y sin llegar a producir la riqueza de colores que todo buen barítono tiene en su paleta. Domingo derrochó arte, pero parecían faltarle pinceles para pintar adecuadamente su lienzo.

La ovación final de casi 25 minutos -dicen que un récord en el Real-, a la que se unió doña Sofía, de pie todo el rato y con los brazos sobre su regia cabeza, obedece a razones que escapan a la actuación del día y Domingo la tiene bien merecida. Pero cuando cesó el aplauso y el cantante pudo asomarse al balcón del teatro para saludar al público que había seguido la representación en una gran pantalla y entonó una canción de Madrid y el campeones, oé, oé, oé, con una roja alrededor de su cuello, pudimos finalmente disfrutar de su voz, ya libre en su registro, tan hermosa y acariciadora como siempre.

Ahora se prepara para cantar Rigoletto, el bufón claro, en Mantua y alrededores (en lugares reales de la acción), para una transmisión internacional en directo. Luego, ¿quién sabe? No me extrañaría que le metiera mano a Macbeth. Los teatros quedarán rendidos a sus pies. Pero yo no haré cola.



Fotos:
1. Clínicamente efectiva escenografía de Michael Scott (Teatro Real).
2. Giordani, Domingo, Mula y Furlanetto, casi 25 minutos saludando (Bartolomé Mesa).

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