
SUPONGO QUE tenía que llegar el día. Me he comprado la caja con la discografía completa de Glenn Gould -80 discos con sus cubiertas en miniatura del album original- y sólo he necesitado escuchar a voleo tres de ellos para quedar enganchado. De este pianista canadiense, convertido en objeto de culto y escándalo desde su primera grabación en 1955 (la Variaciones Goldberg de Bach) y tempranamente desaparecido de un infarto a los 50 años, yo había escuchado alguna grabación, había visto un documental y tenía la edición conmemorativa de su primer disco. Pero hasta ahora no me había decidido a prestarle atención. No sabía lo que me estaba perdiendo. Este es el tipo de intérprete que merece el nombre de artista y no te deja indiferente. Lo amas o lo odias. Para mí ha sido amor a primera escucha.
Gould detestaba las actuaciones en las salas de concierto frente a centenares de espectadores y pronto las abandonó para refugiarse en la sala de grabación, donde encontró un calor tan reconfortante como el del vientre materno. Allí aprovechó la nueva tecnología de la alta fidelidad para aproximarse a un ideal de perfección y serenidad. Íntimamente comulga con la partitura. Le oyes a veces murmurar la melodía y no te importa. Porque de alguna manera ya presentías que se ha fundido con ella, la ha hecho carne en su cuerpo y la respira...
Pero no quiero seguir escribiendo, porque debo seguir oyéndole y me esperan muchos discos. Llevo demasiados años escuchando música sin Gould. Y ahora creo -no es hipérbole- que a la música sin él le faltaba algo. Atrevimiento, honestidad, encanto..., puede que hasta alma.