sábado, 26 de junio de 2010

Nancy Fabulosa Herrera

Tras la revelación de Cantarero como Violetta en Sevilla, anoche pudimos disfrutar en el Teatro Cervantes de Málaga de otra esplendida creación de una cantante española que yo tampoco había escuchado en directo, la Carmen de Nancy Fabiola Herrera. Habiéndolo paseado por algunos de los mejores teatros de ópera del mundo (incluyendo el Covent Garden de Londres y el MET de Nueva York), la mezzo canaria prácticamente habita el personaje de la cigarrera. Al menos en una de sus facetas: la mujer seductora, tan celosa del amor del momento como de su libertad, generosa y temible, cariñosa y violenta, y fatalmente impredecible para los hombres acostumbrados a mujeres con menos albedrío. A diferencia de Teresa Berganza -mi primera Carmen, junto a José Carreras, en el Covent Garden-, esta es una hembra con su sexo a flor de piel, consciente del poder que le presta sobre el macho. Si Berganza conquistaba con chispa y promesas, sus encantos casi embozados, Herrera despliega su irresistible cuerpo con desparpajo. Dramáticamente creíble en todo momento, la voz respondió además a todas las demandas. Con espesor y oscuridad para los buceos trágicos, brillo y seguridad en los agudos, melodiosa en la zona media, con ajustadas inflexiones en los parlandos... Hasta supo tocar las castañuelas. Sin hacer olvidar a Berganza -otra clase de Carmen-, Herrera se ha ganado su puesto entre las contadas Cármenes realmente memorables. Admite que es su papel favorito y no creo que en estos momentos nadie pueda hacerle sombra.

Por desgracia, su excepcional interpretación sirvió también para resaltar la mediocridad del resto. Ainhoa Garmendia, prometedora joven soprano, tiene una buena voz que ha demostrado saber usar, pero su Micaela fue más opaca de lo acostumbrado y bastante desigual, notable en el dúo con don José en el primer acto, pero gris y mecánica en su aria del tercer acto. Albert Montserrat, sustituyendo al catapultado Jorge de León -que prefirió cantarle a la flor en el Palau de les Arts de Valencia-, cumplió con dignidad, pero ni dramática ni vocalmente se encuentra cómodo en el papel de don José. Ángel Ódena fue un Escamillo de trámite. El resto del reparto se surtió de la cantera nacional y local, no desluciendo, si exceptuamos a Francisco Heredia, que hizo doblete y, aparte de dirigir el coro -discreto vocal y escénicamente, cantando buena parte del tiempo escondido en la parte trasera del escenario-, prestó su desastrosa voz de tenor al Remendado. La orquesta, rutinariamente conducida por Lorenzo Ramos, despojó de luz y energía a la partitura de Bizet. Mientras que la producción de Francisco López para el Teatro Villamarta, subvencionada en parte por la Consejería de Cutura de la Junta de Andalucía, en el mejor de los casos resultó inane. Una solitaria bailarina, en los comienzos y finales de actos, prestó casi todo el movimiento, en un intento de estilización dramática que chocaba con la estética realista imperante. Con tres muros, una docena de sillas y tres mesas, y escasísima dirección escénica -Herrera se mueve sola-, esto parecía más bien una Carmen en versión concierto. Eso sí, el vestuario brilló por su originalidad y gran estilo -única fiesta para los ojos-, aunque gente tan elegante, más que de la Sevilla decimonónica, pareciera escapada de la pasarela Cibeles.


foto: Nancy Fabiola Herrera como Carmen, en otra producción de 2009.

domingo, 13 de junio de 2010

Cantarero y Violetta en Sevilla: Oh, come son mutata!


Oh, come son mutata! -exclama la postrada Violetta, tras releer la carta de Germont, usualmente mientras se mira en un espejo, aunque en la reciente pero rancia producción de Franco Zeffirelli, revisitada en Sevilla, solo al comprobar el estado de sus brazos. ¡Oh, cómo he cambiado! Y en esta ocasión también podría estar hablando la propia Mariola. Porque la transformación experimentada por Cantarero en la noche de su debut en el temible papel verdiano, entre el primer acto y el tercero -creciendo por momentos ante nuestros asombrados ojos en autoridad dramática y poder vocal-, resultó sencillamente espectacular. No acierto a recordar, entre mis numerosas noches en la ópera, algo parecido.

Debo confesar -como lo hice luego en el camerino a la propia soprano granadina- que había llegado al Teatro de la Maestranza con bastantes prevenciones. El papel de Violetta es un Everest del repertorio italiano para soprano que pocas (Ponselle, Callas, Scotto Caballé...) han conseguido escalar manteniendo la compostura. Y, sin haberla escuchado antes en directo, me preguntaba si Cantarero tendría el instrumento necesario para sobrevivir a tamaña empresa. Se ha convertido en un cliché -no por ello menos cierto- que se precisan tres tipos de voces para cantar la traviata: una soprano ligera con agilidad para las coloraturas del primer acto, una lírica para los patéticos desahogos del tercero y una soprano dramática para las explosiones trágicas del acto central, particularmente ese desgarrado Amami Alfredo con el que sacrifica el único amor de su vida.

Esta Violetta entró nerviosa en su propia fiesta -la voz embotellada y exceso de vibrato-, y no estuvo particularmente brillante en el Brindisi, pero cantó Ah fors' è lui con sensibilidad, excelentes filados y ataques dolce en los gioirs -trayéndome recuerdos de Caballé-. Aunque en Sempre libera estuvo incómoda, despachó decentemente la coloratura, si bien el sobreagudo Mi bemol -no escrito- con el que concluyó el acto -propiciando la atronadora aprobación de un público entregado de antemano- resultó para mis oídos metálico y bastante deslucido. Con todo salí al descanso con mis recelos ya bastante calmados, esperando la gran prueba de toda Violetta: el dúo con Germont y la mencionada súplica de amor a Alfredo del segundo acto. Y aquí afortunadamente la Cantarero encontró -y cómo- su elemento.

La voz, finalmente libre y caldeada, se expandió del piano al fortísimo con prodigiosa seguridad canora y expresión dramática. Siguiendo fielmente las precisas indicaciones verdianas en su entrevista con Germont -elegíaca en Dite a la giovine, desgarrada en Morrò-, encarnó con excelente fiato y conmovedora verdad todo el abanico de emociones, del indignado desafío a la sumisión sacrificada, de la mujer que en un instante ve desmoronarse su felicidad. Y en Amami Alfredo, abrazada a su amante en las escaleras del plano medio de la caja escénica, su voz corrió con fuerza y brillo sobre el forte de la orquesta, anunciando con todas las de la ley que en la escena operística había nacido una nueva Violetta

Pero quedaba mucho más en su arsenal vocal para el tercer acto, donde ya la cantante y esta noche de ópera rozaron lo sublime. Aunque la lectura de la carta se beneficiará de futuras prácticas, su Addio del passato -con emocionados pianissimi- alcanzó una rara perfección y a mí me paró los pulsos (Al contárselo más tarde, me gané un apretado abrazo de la extática soprano todavía en camisón). Ah, gran Dio, morir si giovane, alejado del fácil exhibicionismo, fue un desesperado lamento del alma, sin que el drama sin embargo empañara la línea de canto. Y Prendi, quest' è l'immagine un hilo de voz perfectamente sostenida en el fiato. Antes, en Parigi, o cara, se entrelazó maravillosamente con la de Ismael Jordi, en una bella muestra de puro belcantismo.

Jordi lleva años cantando Alfredo. Su hermosa voz de tenor lírico ligero es especialmente adecuada para los momentos de tierna efusión romántica del personaje, en la escuela de Valletti o McCormack. Con sabio uso de la voz mixta -pecho y cabeza-, el tenor jerezano delinea un enamorado soñador, más acertado en Parigi, o cara que en Un dì felice, y memorable en De' miei bollenti spiriti, particularmente en la frase final, io vivo quasi in ciel, una mezzavoce que parece surgir de una visión interior del paraíso. Sin embargo, aunque la voz ha madurado y adquirido más cuerpo, aún resulta algo insuficiente para momentos de fuerte carga dramática como la escena de la denuncia de Violetta en la fiesta de Flora. La cabaletta de su aria fue superada con arrojo más que metal y no parece aconsejable su empeño de coronarla con un sobreagudo -de nuevo no escrito- en extraño falsetto. En cualquier caso, un atractivo y entregado Alfredo, estimulado por una buena química con la soprano también andaluza.

George Petean, un barítono rumano de voz poderosa y dúctil, con musicalidad y excelente legato, ofreció un Germont seguro en sus intervenciones en dúos y concertantes y bordó Di Provenza el mar, una de las arias para barítono más bellas del repertorio -de engañosa simplicidad y exigentes agudos-, sin deslucir en las florituras de No, non udrai rimproveri, la cabaletta que suele eliminarse, con detrimento de la escena entre padre e hijo. Con brazos caídos y escasos gestos, solamente estuvo falto de presencia dramática. No necesariamente un defecto quizás en un personaje de su clase, encorsetado por las convenciones sociales.


Pero es que todo indica que esta producción careció de cualquier tipo de dirección escénica. Cantantes y coro parecían abandonados a sus propios recursos, con resultados variables y solo a ratos convincentes. Cantarero demostró instinto dramático en el dúo con Germont y particularmente en su conmovedor tercer acto. Pero estuvo bastante perdida durante el primer acto y excesivamente agitada, con aspavientos de vestido, durante la fiesta de Flora. Jordi exageró ciertos gestos, en el estilo del peor cine mudo, pero en general presentó un creíble Alfredo. Coros y figurantes se movieron, cuando lo hicieron, sin ninguna verdad dramática y los invitados a la fiesta se despiden de Violetta en el primer acto todos agrupados en fila y mirando al público, como en versión concierto.

En la peor tradición Zeffirelli, el escenario se atiborró de figurantes, muebles, oropeles y farolillos -la escenografía de la casa de Flora, muy aplaudida por un público de dudoso gusto, era una mezcla hortera de caseta de feria y casino de Las Vegas-, oscureciendo la acción de los personajes principales, perdidos en la masa. Encima para rematar la faena, en Sevilla se hicieron los descansos entre cada acto, cuando la producción original del Teatro de la Ópera de Roma obviamente debió colocar el segundo intermedio después del primer cuadro del acto II, uniendo el final de la fiesta de Flora con el comienzo del tercer acto y permitiendo, mediante un efectista cambio de vestuario de Violetta -que tras la denuncia pública de Alfredo es sacada de la escena y reaparece para su intervención en el concertante vestida ya con el blanco camisón de su final-, contar toda la historia como en una especie de flashback, un recuerdo de la moribunda Violetta, que ya apareció durante la obertura enferma junto a su cama.

Tal como lo vimos en Sevilla, Cantarero incomprensiblemente termina la fiesta de Flora en camisón de dormir, entrando como una Lucia sin sangre por el centro de la escena, sin sentido ni propósito. Pero es que en esta desafortunada producción ambos brillaron por su ausencia. La orquesta, en las poco más que competentes manos de Andrea Licata, cumplió su papel, careciendo de energía en la fiesta y de pathos en los momentos de patetismo. La coreografía de José el Camborio, sin embargo, y su principal bailarín, José Porcel, pusieron en la vulgar velada de Flora una nota de clase.

Con todo, porque Traviata es Violetta y Cantarero le hizo justicia, una memorable noche en la ópera. De esas que se cuentan durante mucho tiempo con placer a los desafortunados que no estuvieron allí.



La Traviata
Melodrama en tres actos de Giuseppe Verdi.
Mariola Cantarero (Violetta, soprano), Ismael Jordi (Alfredo, tenor), George Petean (Giorgio Germont, barítono), Itxaro Mentxaka (Flora Bervoix, mezzosoprano), Aurora Amores (Annina, soprano), Alejandro Guerrero (Gastone, tenor), Luciano Miotto (Barón Douphol, barítono), Javier Galán (Marqués D'Obigny, barítono), Elia Todisco (doctor Grenvil, bajo), Francisco Morales (Giuseppe, tenor), Jorge de la Rosa (mensajero y criado de Flora, barítono). Dirección musical: Andrea Licata. Producción: Fundación Teatro de la Ópera de Roma. Escenografía y dirección escénica: Franco Zeffirelli. Coreografía: José el Camborio y Lucía Real. Bailarín principal: José Porcel. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro de la A. A. del Teatro de la Maestranza.
Teatro de la Maestranza, Sevilla, 12 de junio, 2010

Fotos:
1. Mariola Cantarero e Ismael Jordi calentando motores en la stretta del dúo del acto I (Guillermo Mendo).
2. Vulgaridad in excelsis en el cuadro 2 del acto II (Guillermo Mendo).
3. Cantarero,
quasi in ciel, recogiendo bravas tras su primera Violetta en el Teatro de la Maestranza (Bartolomé Mesa).

jueves, 3 de junio de 2010

Grande Regina, ossia Il Mistero dell'Opera



Hagamos la prueba. Quitemos el sonido del ordenador antes de darle al play de este videoclip. ¿Y qué tenemos? Un show de drag queens se queda corto. Se supone que es Cleopatra, la seductora reina del Nilo, que sometió a César y volvió loco a Marco Antonio. Y uno no acaba de dar crédito. ¿Fue idea de Caballé este atavío y este maquillaje? Y si no, ¿cómo no le puso remedio, defenestrando al director de escena y al diseñador del vestuario? No hay manera de calificar esto, sin caer en la grosería, si nos atenemos a la vista. Pero ahora, activemos el sonido y volvamos a ver la escena. Y, con la sonrisa ya congelada, ¿quién no puede sentir piedad por ella? ¿A quién no se le eriza el vello y se le conmueve el alma? Es un ejemplo perfecto del misterio de la ópera, cuando se encarna en una voz prodigiosa como la de Caballé (incluso la tardía de 1982), ese inexplicable poder transformador del gran canto. Y ya no importan los kilos, ni de carne ni de maquillaje. Porque esa voz ya no tiene cuerpo. Y solo queda el milagro.