jueves, 12 de noviembre de 2009

CAVA SIN GAS


Si Donizetti es exquisito vino blanco y Verdi un añejo Rioja, Rossini tiene que ser puro champán, una burbujeante explosión de pegadizas melodías, trepidantes crescendos e irresistible vitalidad, el mejor antidepresivo que conozco. Y La Italiana in Algeri uno de sus más logrados dramas giocosos, superado solo, si acaso, por Il Barbiere. Una divertida historia, casi un vodevil, del triunfo del amor sobre el infortunio, con un guiño más serio a la ansiada unidad de la patria italiana, ofrece excelentes oportunidades de lucimiento a una mezzo de amplio registro y personalidad acusada, un tenore di grazia de elegante fraseo y agilidad y un bajo bufo con facilidad en la coloratura.

Sobre el papel, la producción del Teatro Real parecía una apuesta segura y acudí con gran expectación a la segunda función del primer reparto. Vesselina Kasarova, un tanto fría en Cruda sorte, su aria di sortita, entró pronto en calor y ofreció una buena interpretación de la indomable Isabella -aunque más sobrada en determinación que en seducción- , con un soberbio Pensa a la patria. El Lindoro de Maxim Mironov obviamente no resiste la comparación con Juan Diego Flórez, pero exhibió una voz totalmente adecuada, una coloratura impecable y una gran musicalidad, junto a una creíble presencia dramática. Michele Pertusi musicalmente creó un intachable Mustafá, sin miedo a las exigentes pirotecnias vocales del papel, pero su atractivo aspecto físico y digna compostura contradecían irreparablemente la línea argumental. Che muso, che figura (qué facha, qué aspecto) canta Isabella en su primer encuentro con el Bey, al que encuentra ridículo obviamente no solo por su exótica indumentaria, sino principalmente por su grosero sobrepeso y ridículas ínfulas de amante conquistador , como Ponnelle entendió en su legendaria producción con Marilyn Horne (que disfruté en el Covent Garden, y ahora en DVD en una función del Metropolitan).

Porque el gran e inexplicable fallo de esta nueva producción del Real es la incapacidad de Joan Font y del Comediants para entender la historia. Si la producción de La Cenerentola del grupo catalán fue aceptable, con vistoso colorido, esta nueva incursión rossiniana es un absoluto desastre. El color se reservó para el vestuario. El soso movimiento escenico (junto a la perversión de introducir elementos bufos prácticamente solo en la emotiva escena de Pensa a la patria) disipó todo el espíritu jocoso de Rosini. Y encima Jesús López Cobos parecía estar dirigiendo Semiramide. La obertura, desprovista de nervio y chispa, sentó las bases para una función carente de gracia y aburrida, donde todos parecían producir las notas (excelentes y sin faltar ninguna) con piloto automático. O sea que, esperando Dom Pérignon, tuvimos que contentarnos con cava sin gas.

(Foto: Momento del finale del primer acto)